Recién sacado del horno y casi sin dejarlo reposar.

Espero que os guste este relato. Si es así, compartidlo.

 

Visitas al supermercado

 

16 de marzo

Era Lunes. Soleado. Poco más de las diez de la mañana. Joselu iba de uno a otro pasillo, parecía seguir un rumbo mientras miraba las estanterías con productos alimenticios, de higiene personal o de limpieza. En realidad la seguía a ella. Sus ojos se posaban en sus curvas. Su firme trasero, sus piernas elásticas, su faldita anunciadora de la inminente primavera, su cintura y sus caderas de molde seductor, su rebeca chillona, su cuello… ¡Cómo le gustaba ese cuello! Morderlo, devorarlo, lamerlo… Y su melena ondulada de prometedoras olas y vaivenes. Ella era su rumbo en el supermercado y también más allá.

Al principio se sintió confuso. No había dado con ella hasta recorrer varias secciones por las que pasó como alma que lleva el diablo. Cuando por fin reconoció su figura, llegó el momento de sosiego, que pronto mutó a otro de nerviosismo. Sus instintos carnívoros se activaron y su corazón bombeaba actividad hasta colorearle las mejillas.

Al llegar a las cajas se situó en una no muy lejana a la que ella había elegido. No le importó que el carro de delante, empujado por una señora setentera, estuviese a punto de rebosar (¿eso eran natillas, yogures y… de todo?) ni que otros en otras filas fueran más vacíos. Había que intentar sincronizarse.

Objetivo cumplido. Salieron separados por segundos. Ella delante, él unos metros atrás. Los ojos del guardia de seguridad también se posaron sobre la figura de Sandra. Después se desviaron hacia alguien que pretendía acceder al “súper” sin permiso. Oiga, que debe de esperar a que salgan otros clientes, manténgase ahí, tras la línea, le espetó con tono directo. Joselu había tenido la precaución de aparcar su coche cerca del de Sandra; ambos apartados de la zona de entrada y de mayor tránsito. Tras guardar sus bolsas con la compra en sus automóviles, empujaron sus ligeros carros. Antes de dejarlos enganchados con los de su familia de cuatro ruedas, el bramido de los instintos de Joselu y la respiración acelerada de Sandra eran todo un espectáculo. Al refugio de sus coches comenzaron a devorarse. Besos acá, manos allá, ahora te agarro, hora te suelto, invasión digital en el tanga, frote sobre la entrepierna… Escucharon un ruido, un estornudo forzado, a pocos metros. Giró su cabeza él; ella agachó la suya y bajó sus ojos al suelo. Sí, un tipo los miraba. Incluso el de seguridad los veía, atento, desde la distancia. Operación abortada.

Joselu llegó de mal humor a su casa. No, el plan no había salido tan bien como la última vez. ¡Uy el viernes, el viernes! A su memoria casi se le escapa un silbido al recordarlo. Ese día tuvieron más suerte con las plazas de aparcamiento: más alejadas, menos soleadas. También afortunados con la gente. Había más clientes, muchísimos más, y sin control de paso o para ir de un lado a otro. Eso había ayudado, aunque pareciese mentira. Más individuos, más ojos mirando, pero también más individuos a los que mirar. ¡Qué rico! Se relamía. Una sonrisa emergía en su memoria y amenazaba con llegar hasta su cara, a pesar del reciente disgusto. El viernes. ¡Zas! Y un montón de onomatopeyas más; sí señor. Follaron como bestias. Ella apoyada sobre la puerta del copiloto del coche de él. Él detrás de ella, cargando con fuerza sobre sus nalgas, penetrando cuanto podía, intentando no gritar. Ella mordía un pañuelo. Él la sujetaba. Ella respiraba entrecortada, de esa manera tan sexy, con ese aire de irse en cualquier momento. Y, ahora, sin embargo, ante él, el gris hogar. ¡Qué asco!, pensaba Joselu. Y con el gesto torcido vio aparecer a su mujer doblando el pasillo. Otro pasillo; nada que ver con los otros pasillos. Esos pasillos.

Lucía era risueña. Jovial. Cercana. Amable. Divertida. Excelente madre. Pero con Joselu en ocasiones le costaba ser risueña, jovial, cercana, amable, divertida y estaba cansada de hacer de su madre. Esta era Lucía. Se habían casado ocho años atrás. Con ganas tras varios años de noviazgo. Ambos atractivos. Ambos trabajadores. Ambos del mismo pueblo. Ambos con ganas de empezar nueva vida, aunque fuese en una pequeña ciudad a menos de treinta kilómetros del consabido pueblo. Ambos. Ambos. Ambos tenían tanta vida por delante. Latía tanto amor.

Dos niños más tarde, el mayor de seis años, el brillo había desaparecido, parecía haberse escondido o esfumado. Sí, así era, y era porque Joselu así lo había decidido. Quizá no decidido ni buscado, quizá solo descuidado, hablamos del amor. Mismas caras, mismas rutinas, mismos amigos… Pasar de semanas, convertidas en meses, a años rodeado de esas mismas caras, rutinas, amigos… y un mismo cuerpo a su lado. Eso también. Él lo tenía muy presente. Y aguantó, aguantó, aguantó, hasta que dejó de aguantar.

Una tarde, mientras paseaba por unos jardines cercanos a su oficina, se cruzó con una mujer. Más joven que él, digamos cinco años menor. La miró, perdón, la contempló acercarse hasta su altura, con el paso almohadillado, con su caída a uno y otro lado de cadera, con su sonrisa amplia y sus mejillas de crecientes chispas y… La besó. La agarró de la cintura y la besó con deleite; largo, acuoso, firme, tenso. Ella lo golpeó tras esos más de cuarenta segundos. Se apartó un poco, le volvió a contestar con un tortazo y, acto seguido, se lanzó a la boca. Acabaron en casa de la joven: salón, dormitorio y cocina. Y ese fue el primer capítulo de infidelidad. Hasta hoy ya son algunos más.

Joselu piensa que este es distinto. Sandra lo vuelve loco. Su cuerpo. Su manera de hablar, de beber, de moverse en continua flotación, su seseo, sus locuras transitorias, su hambre de vida, su madurez juvenil, su sexo, sus medias, su mirada cuando cenan juntos, su picardía. Se siente como un veinteañero. Mejor, afirma él, un veinteañero con el bagaje de un casi-cuarentón. Por eso no sabe parar; por eso no puede parar; por eso no para.

La comida está en la mesa.

_ ¿Iremos a ver a mis padres? ¿A la finca?, pregunta él con la boca aún llena.

_ No parece muy buena idea. Mira lo que dicen las noticias, con…

_ ¡Ya, ya! ¡El maldito coronavirus! ¡Qué pesaditos! -respira. ¡Pero si en el pueblo son tres gatos!

_ Pero aquí somos más, Chelu -le toca la mano con cariño-, y si…

_ ¿Estamos teniendo cuidado, no? Pues eso. Además, seguro que les hace ilusión ver a los nietos -dice zalamero mientras posa su mano en la cabeza de Adri.

_ ¡Ay, déjame en paz el pelo, papá! -se queja el pequeño.

_ ¿Que qué? -se burla Joselu.

_ ¿Y si nos para la guardia civil?

_ ¡Joder! -mira a sus hijos. ¡Siempre te pones en lo peor, mujer!

_ Puede pasar.

_ Puede pasar, puede pasar -la imita ante la risa de los niños. ¡Todo puede pasar, co..!

_ ¡Papá ha dicho coño! -grita Tobías, que heredó el nombre de su abuelo materno.

Y entre dimes y diretes pasó la comida. Muy claro tuvo Lucía que si la idea ya le rondaba por la cabeza a su marido iba a resultar difícil que cambiara de intención. El martes, viaje al pueblo.

17 de marzo

José y Marisa, los abuelos paternos los recibieron cargados de abrazos. Estuvieron con ellos unas dos horas. Juegos, bromas, chucherías y todo el cariño. Entre las mujeres alguna mirada de “qué le vamos a hacer” y un cuchicheo final: “se ha empeñado él y ya sabes cómo se pone”, en la boca de Lucía, acompañada por el gesto de entender la situación y rendirse en la cara de su suegra. “Si lo sabré yo”, piensa ella.

Intercambio nocturno de mensajes entre Joselu y Sandra. Todos cargados de física añoranza y de intenciones de volver a unir sus cuerpos. Joselu se siente tan animado antes de ir a la cama que, ya bajo las sábanas, comienza a toquetear a su mujer. Ella, tan ignorada durante semanas y con tanto fuego latente acumulado, recibe sus manos como un pequeño regalo. Disfruta y duerme de un tirón. Él también, aunque, al despertarse varias horas después para ir al baño, la primera imagen que dibuja su mente es la de Sandra caminando delante de él por el supermercado.

19 de marzo

Se ha mostrado tan terco como sabe que debe hacerlo. Al final, Lucía ha renunciado a la lógica, a pesar de haberle dicho que con el pan en rodajas tenían suficiente y que ella podía beber leche entera en lugar de la semidesnatada que suele beber.

Se encuentran en una parcela abandonada. El deseo toma el papel protagonista y sus cuerpos entrechocan dentro del coche de Sandra y sobre la hierba y la tierra de la dehesa. Han vuelto a la cuadrupedia, con el lazo rodeando el cuello de Sandra mientras él tira, suelta, aprieta, vuelve a destensar. Le encanta. Se siente poderoso escuchando sus potentes gemidos de placer. Se siente un dios complaciendo a una humana de la que se ha encaprichado. Sandra enloquece con la falta de aire agravada por su asma, ese que le diagnosticaron cuando estudiaba en el instituto y al que ha sabido sacarle partido. Un placentero partido. Cuando está a punto de correrse, solo fracciones de segundo antes, se le nubla la vista, sufre un fundido en negro, se tensiona del todo su cuerpo y… Después la luz, la vida, los sentidos se activan… Entonces acerca sus labios a los de él y lo besa, con gusto, embelesada, tierna, desprovista de cualquier pensamiento, resucitada.

La cara de Joselu al despedirse es toda una enorme sonrisa. Los ojos de Sandra le devuelven una mirada de aire rebelde y travieso. Le guiña un ojo y repite, sílaba a sílaba, la promesa: nos vemos el sábado. Por supuesto, ríe él, y piensa ya muero de ganas por verte otra vez.

21 de marzo

Hacía tiempo que Lucía no veía a su marido de tan mal humor y eso que no se ha resistido a que él salga a hacer la compra. Esta vez algo de necesidad: víveres y algún producto de limpieza. Sin embargo, el malhumor de Joselu campa a sus anchas por todo su cara, cuerpo, movimientos y palabras.

Anoche Sandra no contestó sus mensajes. Al principio pensó en problemas de conexión, en dejadez o en que no podía responderle por cualquier causa. Después comenzó a obsesionarse. ¿No quiere verme? ¿Se ha cansado de mí? ¿Habrá conocido a alguien? ¡¿A otro?! Posible; imposible; posible; imposible… Así un pétalo tras otro. Cada hora su ánimo había ido empeorando a ojos vista. Sus hijos estaban preocupados: ni una broma durante la cena, ni el manoseo habitual para molestar mientras veían la televisión o jugaban con la tablet. Solo el beso de buenas noches. Bastante frío. El demonio de la inseguridad se había adueñado de su espíritu y su cuerpo. Sus pensamientos dejaban salir un humo azuzado por las malas ideas que rebotaban en su cabeza. Una sola conclusión: no me desea, tiene a otro, a otro mejor.

Aun así, aparece en el lugar marcado y a la hora acordada. Se siente como uno de esos héroes del lejano oeste. Las personas que ve no son para él más que norias, plantas secas que ruedan impulsadas por el viento. Solo espera una presencia, un caminar, un cuerpo, una sonrisa. ¿Sandra, dónde estás? Atormentado.

Tras más de cuarenta y cinco minutos fijo como un poste, vuelve a abrir la puerta del coche, arranca, llora desconsolado, se seca las lágrimas con la manga derecha y mete marcha atrás.

Ya está en casa. Le da igual que todos piensen que ha estado demasiado tiempo fuera o sospechen que se ha dado un paseo o algo parecido. El ciclón sigue en su cabeza y estruja sus pulmones y corazón.

22 de marzo

Bip, bip, biiiiip. El móvil ha vibrado. Aunque todo su deseo y esperanza era que hubiese entrado un mensaje de Sandra, ya no confía en ello. Han corrido poco más de veinticuatro horas desde que ella no apareció en el supermercado y su fe se ha resquebrajado y perdido más allá del horizonte. Agarra el móvil. Pura magia: es su nombre en clave (“Sebas cole” – un supuesto viejo amigo del colegio que nunca existió). Las pulsaciones se aceleran como motor de un fórmula uno al arrancar. La mirada se le llena de felicidad. Las manos le tiemblan un poco y no acierta con el código de desbloqueo a la primera.

Instantes después, yace herido en el sofá. Su cuerpo parece inanimado. Su alegría se marchó casi antes de arribar. Sandra está ingresada. Infectada por coronavirus. Sandra, enferma. Sandra, asmática y con COVID-19. Sandra, mi Sandra. ¡Sandraaaaaaaaaaa! Grita en silencio.

24 de marzo

No es la soledad. No es cómo la doctora, las enfermeras u otro personal se acercan a ella con cara de luto prematuro. No es el golpeteo incesante de recuerdos. Recuerdos hermosos y llenos de luz, unos; cargados de tristeza, rencores no curados o pesar, otros. Estos últimos hacen mella en Sandra, pero no es eso. Es el final, que se acerca y, mientras camina, sigiloso, encorvado, sin sombra ni reflejo, ella se siente estúpida. Soy Sandra y soy estúpida. Ese es el estribillo que se repite una y otra vez y que lleva mareas a sus ojos. Por una pasión, su vida, ¡vaya trueque! Ni que hubiera sido la primera vez, ni que fuera a ser la última.

Al atardecer, con la luz anaranjada traspasando el cristal de su box, rodeada de silencio, junta las manos en un solo puño, las besa y se marcha en paz. Sandra.

25 de marzo

Desde ayer no contesta a sus mensajes. Joselu navega como un barco sin timonel. Nada hace, nada quiere hacer. Nada parece entretenerlo. Nada lo distrae de la única idea.

Suena una llamada al teléfono fijo, Lucía lo toma entre sus manos. Es Marisa. Su marido está ingresado en la UCI del hospital de la ciudad. El día anterior comenzó a sentirse cada vez peor. Solo eran unas décimas de fiebre por la mañana. Por la tarde ya con tos seca y problemas de cansancio, José, no pudo seguir escondiéndolo, abandonó su guarida de negación y le pidió a su mujer que llamase a un médico. Dos horas después una ambulancia lo recogió en la finca y se lo llevó rodeado de sanitarios equipados con guantes y mascarillas a una habitación donde confirmaron el contagio por COVID-19. Los hipidos de la madre al otro lado de la línea se convierten en sollozos antes de colgar. No se ha atrevido a hablar con su hijo. Esa siniestra labor le corresponde a Lucía.

Joselu estalla en lágrimas, niega con la cabeza y acaba golpeándose una y otra y otra vez contra uno de los muros de la vivienda. Él no recordaba nada llamativo. Sí dolor de cabeza y algo de tos allá por mediados de mes. Nada más. Sin embargo sabe que él ha sido el paciente cero de su desgracia. Lo sabe y lo cree.

Anoche Marisa no se había atrevido a llamar a casa de su hijo. Por la tarde ocurrió, pero no fue capaz de teclear “Lucía” en la pantalla. El nombre de Joselu ni le cruzó la cabeza. Ahora recuerda la sucesión de imágenes. Primero ve que cae desconsolada sobre las losetas que marcan el camino hasta la entrada de la finca. Cómo sus rodillas golpean con un sonido seco el terreno. El golpe más duro se aloja dentro. José sale en una camilla, franqueado por gente enmascarada, hasta desaparecer dentro de la ambulancia. Tumbado, débil, abatido.

En esos momentos Marisa se siente culpable. Sabe que pudo llevarle la contraria pero no quiso. Pudo mostrarse firme, pero prefirió vadear otra nueva discusión. Ahora se lamenta sin consuelo. Recuerda palabras repetidas en otros debates: que no todo es enfrentarse cara a cara a los problemas; que mostrarse valiente, fuerte, sin miedo, no lo resuelve todo; que no se trata de poner la otra mejilla como de pequeños en el patio del colegio o de mayores frente al superior de turno; que hay batallas que se libran de otra manera, desde la retaguardia, esperando que el enemigo se debilite; que las enfermedades, o los microbios, que decía ella, no entienden de las reglas de la gente, que nuestras armas deben ser otras si queremos vencer, que ellos no pelean con honor, no son soldados, son otra cosa…

Todo en saco roto tantas veces y, esta vez, ni siquiera las palabras llegaron al saco.

27 de marzo

Su padre ha sido incinerado a primera hora. Entre las víctimas de la epidemia se cuentan cientos de miles en el planeta, miles en todo el país, más de cien en su zona. Para Joselu, todas son números excepto dos. No hubo funerales. No ha podido despedirse de su padre. No habría podido ver una última vez a Sandra. El dolor lo golpea mientras piensa que ambos son ahora solo cenizas. A ratos piensa que todo es un sueño, un mal sueño, algo inventado por su cabeza para martirizarle. Después ve la cara de Lucía o charla con su madre, ahogado por la culpa, y sabe que todo es real. Tan real como que no volverá a ver a su padre ni a acercarse a Sandra. Tan real como fueron sus actos; tan reales como son las consecuencias.

FIN

22 de marzo de 2020

 

 

Ánimo, todo pasa. Sed fuertes.

 

 

P.D.: Si os interesa, podéis dejar un comentario tras la lectura. El espacio reservado para ello está un poco más abajo. Por supuesto, también podéis compartirla con quien os apetezca, como dije al inicio.

¡Gracias!