Después de un tiempo sin compartir relatos con las personas que pudierais acercaros por aquí, vuelvo a dejaros una historia breve a través de este «blog». Conforme la vayáis leyendo entenderéis más fácilmente la «necesidad» de sacarla a la luz.

«Soñar es gratis», oímos a veces. Ojalá el sueño que me ha despertado este relato se cumpla pronto.

Con ustedes:

«Nada más se oyó».


Los presos se acaban su plato de sopa casi a la vez. Uno de ellos se levanta y los retira todos, dejándolos en un rincón apartado de la improvisada celda. El silencio es casi absoluto ahora. Al verse juntos allí, se animaron unos a otros, se sintieron miembros de un club y hablaron de la bella idea. Esa que antes no valoraban. Esa que solo nos parece preciosa cuando la perdemos.

En estos momentos, por el contrario, prefieren callar y mirar a algún punto en el infinito imaginario de cualquiera de los ladrillos que forman los cuatros muros en que están encerrados. N se levanta para acercarse a la puerta y, durante los tres pasos que da, las imágenes de lo sucedido caen sobre él como un misil.

Eran poco más de las once de una mañana de un cielo espléndido. Llevaban días en esa posición y no habían logrado avanzar. El hastío al verse incapaces, el cansancio y el hartazgo ya eran notorios en algunos de los hombres. Sin embargo, una rabia recorría la mente del sargento y esa misma rabia salía expulsada desde su boca al hablar con los suyos. Groserías, insultos y órdenes a voz en grito eran todas sus palabras. Tras salir de su despacho, que antes de su llegada era el del alcalde, su rostro era más sombrío de lo habitual. Algún disgusto mayor traía cargado en sus hombros. “Al cañón”, gritó enfurecido. Sorprendidos, los soldados, se giraron y lo miraron. No tardaron en obedecer, ya que temían su malhacer y sus castigos.

_ ¿Hacia dónde dirigimos los misiles, Sargento?

_ Al hospital, por supuesto.

_ Allí hay civiles. No…

_ Civiles, sí, y delante de ellos sus tropas cobardes y miedosas _lo interrumpió el capitán.

_ Eso no es del todo… seguro _dijo S eligiendo esa última palabra en lugar de “cierto”.

_ Para mí, sí. A ver, N, tú eres nuestro mejor lanzador. Sitúate.

Pasados unos segundos, N ya estaba frente al cañón. El misil, preparado poco después. La orden llegó: “¡Fuego!”, rugió el oficial al mando; pero nada más se oyó.

_ N, ¿qué ocurre… está atascado? ¡Que lo revisen ahora mismo!

_ No es eso, mi capitán, es… Resulta que yo no voy a disparar al hospital, mi sargento.

_ ¿Cómo?

_ Que no.

_ ¿No? -rojo de ira.

_ No.

Recibió la sentencia sereno. “Calabozo y mañana… fusilamiento”. Llamó entonces el sargento a otro lanzador mientras añadía: “mañana el amanecer vendrá muy teñido de rojo, rojo traición, claro”.

Novichok (aquel N) comenzó a susurrarle a la puerta, seguro de que allí estaría el guardián, pensando quizá en su mujer, en su pueblo o en sus tierras de labranza. Aburrido. Conversaron a media voz.

_ K, ¿crees que mañana el cielo estará despejado?

_ ¡Qué más te da a ti ya, Novichok?

_ Hombre, no es lo mismo morir fulminado por un tiro y caer al barro, que morir y caer a un pulcro suelo de tierra.

_ Tienes humor para todo, hermano.

_ ¿Hermano? _cambió el tono_. Llegamos como hermanos, K; creímos que lo éramos al combatir juntos; sufrimos como si hubiéramos crecido juntos, sí; nos ayudamos, como hermanos también, pero… ¿Hermanos? Quizá ya no, K, quizá ya no sentimos eso.

_ ¿Y de quién nos vamos a sentir hermanos entonces, Novi, de ellos?

_ ¿Del enemigo? Quizá no, no sé, pero tampoco “enemigos”.

_ Así ha sido decidido. Así se decidió.

_ Lo decidió P, _lo interrumpió Novichok_, él y sus… secuaces. ¿Y para qué?

_ Para ser grandes otra vez, como antes.

_ ¿Grandes? ¿Con miles de vidas desperdiciadas? ¿Grandes con viudas prematuras, hijos huérfanos, otros hijos desparramados en el campo de batalla, con las familias que lo han perdido todo, K?

_ Es la guerra, Novichok, la guerra.

_ Vaya palabra, la GUERRA, _entonó subrayándola, burlón, Novichok_, la guerra, _maldijo_… Llámala mejor intereses.

_ Intereses, sí, eso lo sabemos.

_ Interés en minas y metales…

_ Sí.

_ Interés en ciudades, puertos…

_ Sí, Novi, sí.

_ Interés en campos y riquezas…

_ Lo sabemos… lo sabemos.

_ Interés. ¿Qué coño interés? Ganas de ser más poderoso, de convertirse en héroe, de pasar a la historia como un conquistador, cuando…

_ ¿Cuando qué, hermano?

_ Cuando sabemos que es un loco y el ansia de poder y la asquerosa fama lo ciegan.

_ Mejor salgo un rato a respirar aire, Novi, mejor pido ya el cambio de turno, hermano.

_ Quizá sea mejor, sí, K. Cuídate, hermano y… saluda a mi madre si vuelves a casa.

_ Lo haré, descuida, lo haré.

K se retiró y estuvo hablando con otros soldados de su batallón. La noche lucía estrellada y la luna parecía querer alumbrar los sueños de los hombres.

El sargento, presa de su ser retorcido, alargó la espera. ¿Para qué fusilar al amanecer si la espera debilita los ánimos y destruye los espíritus? Corrieron unos minutos tras otros y ya eran las nueve menos cinco cuando dio la orden de que el preso Novichok fuera llevado al patíbulo. Había cambiado el viento en un giro brusco. Sobre el terreno dos únicos tiradores. Alzó el sable el capitán, mirando al condenado. Éste le devolvió la mirada, firme, clara. El sable cayó hasta apuntar hacia el suelo. Nada se oyó. Miró a los dos ejecutores. Los fusiles apuntaban hacia Novichok. El sable apuntó al cielo. El sable dibujó un arco y… nada se oyó. Miró a sus dos hombres. Uno de ellos bajó el fusil. El segundo, lo dejó caer a tierra.

_ ¿Qué demonios hacéis, hijos de…? ¡Disparad he dicho!

_ No _contestó Fiodor.

_ No _respondió Boris.

_ ¡Arrestadlos, arrestadlos, arrestadlos! _gritó. Pero nadie se movió.

La noticia corrió por el frente como bala que busca destino. Primero por entre los soldados de la comarca y de la provincia. En pocos días el ejemplo de Novichok, Fiodor, Boris y su compañía se fue extendiendo. Batallones, escuadrones, campamentos completos del ejército se fueron desactivando. Ya no seguían las órdenes de sus superiores a menos que fuese la de deponer las armas. De esta manera más de dos tercios de los soldados movilizados, abandonaron las armas y se dedicaron a una vida pacífica con quienes antes estaban en el punto de mira de su fusil. Los invasores que pretendían seguir con la guerra en aquella provincia tuvieron que replegarse y pedir ayuda.

La sublevación había llegado a oídos del Mariscal P, hacía unos días. Más allá de su enorme enfado, del castigo de cortarle la mano derecha a quien le entregó el informe, de su rabia, crecía el temor. Un miedo, casi olvidado, a no ser obedecido, a no conseguir lo que deseaba, a no infundir pánico o fe ciega en los demás.

Se reunió con sus hombres de confianza. Los capitanes generales. Ordenaron reclutar más hombres entre los civiles. Los hijos de la patria con más de trece años serían reclutados y entrenados brevemente. Después irían al frente a sustituir a los pocos traidores y seguir con la conquista inevitable de sus territorios históricos, decían los medios. Al menos la propaganda continuaba funcionando a toda máquina, aseveraba orgulloso P.

Tres semanas después del amanecer del no fusilamiento de Novichok los jóvenes estaban listos para partir a la guerra. El Mariscal estaba con tres de sus hombres de confianza, L, D y S. Sonreía satisfecho de haber juntado a más de doce mil muchachos, haberlos entrenado en la doctrina militar básica y haberlos equipado con armamento y munición. Parecían poco formados, débiles e incluso, algunos, escuálidos, carentes de saber táctico otros, inapetentes la mayoría, pero P obviaba todo eso y, asomado al balcón, solo sabía fingir su alegría y mirar hacia atrás a sus tres camaradas, riendo y felicitándose.

_ Lo conseguimos, amigos, lo conseguimos.

_ Eso parece.

_ No solo lo parece, lo es, se ve. Contemplad mi poder _añadió sonriente tras una pausa.

_ Esos jóvenes no están lo suficiente preparados ni equipados para luchar en el frente, mi mariscal. Deberíamos esperar y prepararlos mejor _dijo D.

_ ¡¿Cómo?! ¿Mejor? _lo miró con ojos de águila. El tiempo es oro, ge – ne – ral, o quizá debería decir el tiempo es territorio, conquistas en época de guerra.

_ Sucumbirán en cualquier emboscada, unos. Huirán cuando vean caer a dos o tres de sus compañeros, otros y…

_ ¿Y? ¿Y?… También lucharán y ganarán batallas ayudados por los generales y soldados que siguen guerreando allí. Y nos traerán victorias, riquezas, gloria.

_ No será fácil _dijo tímidamente S.

_ Nada es fácil en el camino de formar un nuevo imperio, nada. Pero cada vez eso está más cerca. No pienso renunciar. Así que… D, reúna a los generales, las tropas de refresco saldrán a las doce en punto, hora del nuevo sol mundial _sonrió satisfecho.

_ No, Mariscal P, no daré esa orden.

_ Sí lo hará, D, y ahora mismo.

_ No enviaré a una generación a perder la vida en tierras extranjeras solo por su deseo, Mariscal.

_ Aprésenlo, L, S y hagan pasar a los vigilantes para que lo encierren inmediatamente.

L dio un paso, pero S siguió en su sitio.

_ No lo haré, mariscal. Estoy con Dimitri, es condenar a nuestros jóvenes por su capricho.

Antes de que P, gritando, avisara a los vigilantes, Dimitri había tapado su boca en un movimiento velocísimo e, instantes después, Sergei le sujetaba los brazos desde atrás, inmovilizando su furia.

Ese día los jóvenes reclutas permanecieron en la capital preguntándose qué habría pasado, por qué seguían allí.

Tres días después se supo que P había sido hecho preso y que pronto comenzarían las reuniones para buscar el fin del conflicto, la retirada del ejército invasor con seguridad y, finalmente, la paz.

En ese tiempo el general L se había reunido con altos mandos afines a P y, ahora, a la causa de L, a él. Quería restituir un poder único y seguir con la guerra. Necesitaba apoyos. Planeaban “desactivar” a Dimitri y Sergei. Detendrían sus intenciones cuando los tuvieran esposados y preparados para juicio sumarísimo por traición. Todo estaba preparado.

Dos soles más tarde, antes de partir hacia Berlín, L, Dimitri y Sergei hablaban en la sala capitular del palacio. Los guardias estaban custodiando la puerta en silencio. Los tres se felicitaban y se animaban ante la perspectiva de la paz.

_ Un vuelo, unas palabras, un acuerdo y todos disfrutaremos de una vida mejor otra vez.

_ Sí, suena fácil, aunque los acuerdos nunca lo son del todo.

_ No, no lo son _dijo L.

_ Bueno, lo importante es restablecer todo, dejarlo como estaba antes de comenzar con esta locura.

_ Como estaba, claro _añadió L.

_ Sí, y nuestras madres viendo llegar a sus hijos y nuestras mujeres abrazando a sus maridos a la puerta de sus casas.

_ ¡Qué bien suena!, ¿no?

_ Ideal _sonrió L_. Ideal.

_ Bueno, entonces, confirmó Sergei, es hora de marchar.

_ Así, es _afirmó Dimitri.

_ No tan rápido. ¡Guardias a mí! _gritó L.

De repente aparecieron en la sala cinco guardias. Caminaron hacia el centro de la misma, quedaron a unos pocos metros de Dimitri, Sergei y L, los rostros tensos.

_ Apresad a estos traidores.

_ No _contestaron todos al unísono y nada más se oyó.

L salió con las manos esposadas a la espalda. Haría compañía a P hasta que fueran juzgados.

En la reunión que mantuvo L con los que pretendía que fueran sus aliados había una persona que ansiaba la paz. Esa misma persona informó a Dimitri y Sergei. Esa misma persona salvó a muchas otras de seguir en una guerra. Esa persona junto con los soldados que detuvieron a L, junto con aquellas otras que en el frente dejaron sus armas en el suelo, se bajaron de los tanques, abandonaron el ejército… todas esas personas son también héroes, aunque en esta historia sus nombres queden en el anonimato.

Israel J. Z.